La sorpresa fue mayúscula. Al menos, para Cristiano Ronaldo, el gran mercader del fútbol iconoclasta de pasarela. Resulta que, a principios de mes, la Asociación de Jugadores Profesionales de la Premier League eligió a Ryan (Wilson) Giggs como el mejor del curso. No era un guiño a la temporada de un futbolista de 35 años, al que un marcapasos en las piernas le ha relegado a un papel de principal actor de reparto, sino el tributo a una leyenda.
Para mayor estupor de CR7, a los pocos días, Giggs resolvió ante los hinchas cibernautas del United un gran acertijo: ¿cuál sería su alineación ideal en los 19 años de profesionalismo en el Manchester? La respuesta del galés escondía un mensaje subliminal. Ni rastro de Cristiano. Schmeichel o Van der Sar; Gary Neville, Stam, Ferdinand, Irwin; Beckham, Keane, Scholes, Giggs; Cantona y Rooney. Un premio a la fidelidad, a aquéllos que se tatuaron el escudo del United sin flirtear cada verano con el mejor postor.
Para mayor estupor de CR7, a los pocos días, Giggs resolvió ante los hinchas cibernautas del United un gran acertijo: ¿cuál sería su alineación ideal en los 19 años de profesionalismo en el Manchester? La respuesta del galés escondía un mensaje subliminal. Ni rastro de Cristiano. Schmeichel o Van der Sar; Gary Neville, Stam, Ferdinand, Irwin; Beckham, Keane, Scholes, Giggs; Cantona y Rooney. Un premio a la fidelidad, a aquéllos que se tatuaron el escudo del United sin flirtear cada verano con el mejor postor.
Nada extraño viniendo precisamente de Giggs, the welsh wizard, el mago galés, el chico de los 805 partidos y 148 goles con el United, el único capaz de haber disfrutado 11 Ligas y dos Copas de Europa, el único capaz de haber soportado a Alex Ferguson durante casi dos décadas. No sería fácil adivinar qué le ha resultado más sencillo. A la espera de Xavi, él, junto a su compañero Scholes, el Maldini que caducó el domingo, Raúl y Del Piero simbolizan la resistencia ante el febril rastrillo en el que se ha convertido el fútbol, un tránsito de nómadas anclados por el talonario.
La fertilidad futbolística de Giggs subraya que en este deporte no todo es espuma. Su adhesión al United refleja que los grandes también echan raíces, recuerda que aún queda un reducto para los fieles, para aquéllos que sirven de hilo conductor en la historia de los clubes que se han servido de su pasado para engominar su futuro.
Nunca hubo equipos de presidentes, por más que algunos clubes de alta alcurnia al borde de la esclerosis se aferren ahora a su regreso mesiánico. Los equipos siempre han estado por encima de sus dirigentes, por mucho que el Inter (exiliado de Europa desde la caverna de Helenio Herrera) tenga a su mecenas, Massimo Moratti, como único eslabón de un lejanísimo pasado lustroso, o que otros advenedizos se queden a las puertas de la gloria pese al gaseoso botín de Abramóvich. Dejaron sello el Madrid de Di Stéfano, no el de Bernabéu; la Hungría de Puskas, el Santos de Pelé, el Ajax de Cruyff, el Milan de Sacchi, La Quinta del Buitre o el Barça de Cruyff (y el que llega de Pep).
El tuétano del United es Giggs, ni siquiera Ferguson, patriarca de la generación del galés, pero luego de espaldas al vivero y más dedicado a la bolsa. Al revés que el Barça, que sigue de buceo por La Masía y el cruyffismo tras haberse sacudido el tardofranquista victimismo que le duró hasta la antorcha de 1992, el sumo sacerdote del Manchester ya no se aprende el nombre de los padres de los parvularios.
Fue una tarde de 1986, cuando Giggs tenía 13 años. Ferguson llevaba unos meses en el club y, sin tanto crédito americano como ahora, su radar se extendía por el fútbol escolar de Inglaterra. Allí, en un torneo colegial de Manchester, descubrió a Ryan, que por entonces se apellidaba Wilson. El chico se había trasladado desde Cardiff, patria materna, hasta la periferia de Old Trafford por culpa de su padre, un hijo de Sierra Leona que como profesional del rugby había fichado por el Swinton.
Antes de que sus progenitores se separaran cuando él tenía 16 años y cambiara el Wilson por el Giggs materno y galés, Ryan recibió en el salón de su nueva casa manchesteriana al señor (entonces no era sir) Ferguson. ?Me sorprendió verle en el salón y, sobre todo, que se supiera el nombre de mis padres?, dijo después Ryan.
Con semejante seducción, Ferguson engatusó al joven Wilson Giggs, al que firmó un contrato profesional en 1990, pero no le hizo debutar con el primer equipo hasta el 2 de marzo de 1991, ante el Everton y en Old Trafford. Giggs, entonces un extremo hábil, veloz y punzante, relevó a Irwin, lateral izquierdo. Dieciocho años después, aquel Giggs ha marcado siempre en las 17 últimas Premier y en 13 ediciones distintas de la Liga de Campeones. Ya no es el extremo al que Ferguson veía correr la banda como si flotara, sino un camaleónico medio centro que, con menos turbo, sabe tirar de escuadra y cartabón. Hoy se conserva con el yoga, juega un máximo de una hora casi siempre en Old Trafford y jamás dos partidos seguidos por semana. Ferguson lo administra con maestría. Si el Barça lo padece, serán buenas noticias para los azulgrana.
Perdida la titularidad, Giggs sólo irrumpe cuando la situación se extrema. No le importa. Es del United y todo por el United. Una estirpe en extinción. Por eso, para disgusto del mediático portadista, Giggs, la entraña de Old Trafford, siempre responde: ¿El mejor es Scholes? Claro, también adora a Xavi, Iniesta y Messi. Y no sólo por su fútbol. En Giggs, pese a tanta piratería mercantil, prevalecen los vínculos. Él es el United; Ferguson es el Manchester. O lo que es lo mismo: Bobby Charlton no se habría entendido sin Matt Busby. Ni Guardiola sin Cruyff. Cuestión de credos, no de talonario presidencial.
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